Tras una maravillosa lectura de verano, es nuestra intención desgranar en algunas entradas algunos de los aspectos del penúltimo número de Desperta Ferro de la serie Antigua y Medieval al respecto de la figura del rey Arturo y de todo el contexto que lo envolvió, pero no con el formato de una típica reseña breve, sino estudiando de manera comparativa —siempre que se pueda— el caso britano tardorromano con su homólogo hispano. ¡Bienvenidos a Hispania!
La ciudad.
Parece que el fenómeno urbano en Britania y en Hispania siguió el mismo curso que conocemos para el occidente romano; una progresiva transformación de la ciudad en un centro productor de diferentes soluciones a diferentes necesidades que se demandaban en aquel momento.

Mientras que en el Alto Imperio la ciudad cumple una función de centro de poder y administración de un territorio, así como ser el núcleo comercial y económico vertebrador del lugar donde se ubicaba; desde el siglo III en Hispania y parece que ya desde el II en Britania asistimos a un cambio de mentalidad y funcionalidad para la ciudad, los espacios públicos se ocupan con construcciones de muy diversa índole o bien se dejan en ruinas y la ciudad en general pierde población y se retrae, sirviendo, al menos en Hispania, como lugar de residencia del poder civil; que en el caso peninsular es el obispo y algún magistrado civil que arrastra funciones residuales cada vez más exiguas.
Las marmóreas y reticuladas urbes imperiales fueron ahora desbaratadas e invadidas por materiales más caducos como la madera o el ladrillo, construcciones de pequeño tamaño que se erguían aquí y allá, inundando espacios públicos y llenando la ciudad de callejuelas que preludiarían el urbanismo medieval. Como el campo era duro e inseguro, muchas gentes fueron a la ciudad, estableciendo allí su actividad y cambiando la forma general que la ciudad tenía de organizarse y sobrevivir. La ciudad mutó y se actualizó a los nuevos tiempos. El fenómeno de las necrópolis ad sanctos inundó toda la cristiandad peninsular, y es que allá donde había perecido algún mártir en defensa de la fe verdadera, se erigieron iglesias con sus correspondientes necrópolis alrededor para poder descansar eternamente bajo el auspicio del mártir o el santo en cuestión, y aunque mucha gente seguía enterrándose fuera de la ciudad, esa división de ciudad de los vivos y de los muertos existente en época romana desapareció.

Aunque muchos edificios de espectáculos sobrevivieron al siglo V y estuvieron en uso durante el siglo VI, eran celebraciones mal vistas por los obispos y por la nueva creencia colectiva de la sociedad; los teatros y anfiteatros fueron desmontándose para alzar en su lugar construcciones que tuvieran sentido en el nuevo imaginario colectivo. Esto no sucedió rápidamente, y de hecho tenemos constancia de que el rey Sisebuto se quejaba del obispo Eusebio de Tarragona por su afición al teatro. A pesar de que las leyes contra estos espectáculos se produjeron de forma temprana, tardaron mucho en tener efecto dado el arraigo que estas costumbres tenían en la sociedad.
Las potentes murallas.
Las ciudades romanas del período bajoimperial estuvieron amuralladas y de forma muy potente, hasta el punto en que muchas de ellas fueron verdaderos baluartes en época visigoda para Hispania, igual que sucedería en Britania bajo dominación anglosajona.
Hidacio nos dice que, a la llegada de los bárbaros, los habitantes de las ciudades habían logrado defenderse gracias a sus murallas, así como en centros acondicionados para la defensa –castella–. Tenemos innumerables ejemplos de ciudades amuralladas y funcionales en época visigoda: Toledo, Lugo, Astorga, Córdoba, Zaragoza… y un sinfín más repartidas por toda la orografía hispana.

Al igual que en el caso britano, las murallas de las ciudades hispanas no solo tenían una función defensiva en caso de confrontación, sino que las ciudades precisaban tener murallas para guardar a sus habitantes, sus templos, sus gobiernos, y lo más importante de todo, sus riquezas, así como para servir de línea divisoria entre el campo y el fenómeno urbano. Sabemos que en Britania existía un limes fronterizo en la costa sureste contra incursiones de piratas sajones que al final lograron desbaratar, pero incluso en una provincia pacificada en general como era Hispania había problemas antes de la llegada de los bárbaros: bandidos, asaltantes y todo el problema bagauda.
La ciudad productora.
Igual que sucedió en la Britania tardorromana, lejos de ser únicamente un parásito que demandaba y consumía productos del campo, la ciudad hispana también fue durante la Antigüedad Tardía un núcleo productor de servicios más elaborados. Las urbes no sólo eran espacios de intercambio de productos, sino también de servicios que durante este período se siguieron demandando; al tiempo que otros dejaron de ser útiles a la población del momento. La ciudad tardoantigua fue, por antonomasia, el centro de producción artesanal y artística del momento. Sus productos abarcaban un amplio abanico de utilidades, ya que iban desde herramientas de labranza hasta elementos de ornamentación para los poderosos. Arquitectos, albañiles, canteros, picapedreros, metalúrgicos, bataneros, etc., todos ellos tenían su lugar de producción en la ciudad.

Bien es cierto que, si analizamos el fenómeno productivo de las ciudades comparado con el del mundo clásico, veremos un importante parón o freno de lo que podríamos denominar como “bienes universales”. Estos bienes, como la sigillata, las ánforas, las lucernas, eran productos producidos de forma masiva en todo el Mediterráneo y que inundaban todos los comercios de las ciudades casi en la misma medida. Es Ward-Perkins quien defiende que durante la Antigüedad Tardía se dio al traste con el Estado del bienestar romano (Rosa Sanz, 2009, p.458), y desde esa óptica, es de suponer que así fue; pero de nuevo entraríamos en el vicio de comparar las churras con las merinas si el lector me permite la expresión, ya que nada tenía que ver la Hispania integrada en el Imperio del siglo II con la Hispania ya más o menos autárquica del siglo VII en lo que a producción y mercados se refiere. Por tanto, la ciudad hispana fue y siguió siendo un centro de producción de todo tipo de bienes, pero ahora lo era de unos bienes más regionalizados y dirigidos a un consumidor muy diferente al tradicionalmente considerado como “romano medio”.
El fenómeno de las villae.
Parece que es un fenómeno global en la tardorromanidad el paso de unas villae rurales eminentemente productivas a un tipo de residencia rural —en muchos casos fortificada— que además es un espacio de ostentación y representación de un aristócrata hacia sus clientes o dependientes, quizá atados a él de por vida a cambio de protección.
Ya en época visigoda, el propietario de una de estas villae acompañadas de amplias extensiones de terreno incluyendo incluso aldeas y pueblos bajo su dominio, podía ser miembro del Aula Regia o el propio rey, y era frecuente que poseyesen territorios similares en varias provincias.
Las villas aglutinaban tal cantidad de gente y de hábitats que constituían por sí mismas un complejo administrativo y jurídico. Los propietarios eran grandes aristócratas que solían ostentar las magistraturas urbanas, como decíamos, pertenecer al círculo más próximo del rey o ser el propio rey.
Estas villae venían heredando en muchos casos una ocupación ya desde época altoimperial, y en su arquitectura se reflejaba una verdadera ostentación del poder y de la ideología en muchos casos pagana aún para los siglos VI y VII, tal como sucede en el ejemplo aportado en la revista que analizamos al respecto del tesoro de Hoxne (Suffolk).
Por poner un ejemplo más a parte del caso britano e hispano, Sidonio Apolinar nos describe cómo era la villa del galo Poncio Lencio, en el valle del Garona; al parecer contaba con varios pórticos, patios, galerías, habitaciones de mármol, ricas pinturas, columnatas de piedra, conducciones de agua, termas, graneros con pabellones para los excedentes y para albergar las mercaderías procedentes del comercio, el taller textil, su bodega, un puerto propio en el río, los bosques y los viñedos e incluso las elevadas torres defensivas para contemplar los montes y el ganado. Tal era su monumentalidad que el autor la describió como un burgo, pensando que se trataba de un lugar fortificado al encontrarse en un lugar de paso obligado y en un terreno un poco escarpado.

Evidentemente no todas las villas cumplirían unos rasgos tan suntuosos en Hispania, pero tenemos algún ejemplo válido como el caso de la villa de Liédana, en Navarra, cuya superficie habitable ascendía a 1 hectárea con termas, almacenes, galerías decoradas con mosaicos, más de 40 habitaciones, estanque, murallas, almacenes y molinos (En Rosa Sanz, 2009, p.399).
En conclusión, podemos afirmar que el Occidente romano caminó de forma más bien de manera homogénea hacia una ostentación del poder aristocrático en el mundo rural, un cambio de percepción en la ciudad, así como la fortificación de dichos núcleos urbanos no sólo frente a peligros externos sino también para proteger lo que la ciudad albergaba en su interior frente a peligros externos. En época anglosajona igual que en época visigoda, la ciudad tardorromana seguirá suponiendo un lugar de organización del territorio además de ser un importante centro de producción e importación de bienes y servicios.
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