Hemos visto en la entrada anterior cómo los bárbaros y entre ellos los godos fueron vistos desde la óptica romana de orden y civilización. También hemos recorrido los orígenes que las culturas mediterráneas daban a esos extranjeros, muchas veces no más allá de cuentos o historias mitológicas, pero siempre colocando una clara barrera entre ellos y los de más allá, inaugurando el concepto de frontera o limes que veníamos explicando también en la entrada anterior, teniendo su reflejo material más relevante en el muro de Hadriano.
Hoy toca dar un último repaso a ese concepto tan importante para entender las culturas europeas que coexistían en el período antiguo y el protagonismo que esa frontera tuvo respecto a la institucionalización del bárbaro como soldado integrante en las legiones romanas bajoimperiales.
La importancia del limes occidental.
No hubiera sido posible la existencia de una expansión imperial romana si no hubiese existido una frontera que ampliar y tras la cual hubieran existido gentes que romanizar e incluir en la mecánica del Estado romano. Esclavos, guerras expansionistas, obtención de botín, todo ello fue posible por la existencia de una frontera que fue fluctuando a lo largo del tiempo. Esta línea artificial había sido forjada durante siglos con la fuerza de la expansión militar, por lo tanto era insegura y continuamente cuestionable por los que quedaban más allá de la misma. Por esto los romanos tenían que tener siempre presente el problema de la defensa de las fronteras así como los bárbaros veían en su haber el violarla constantemente, ya fuera de forma pacífica o con las armas por delante.
Imagen 1. El Imperio y sus sucesivas ampliaciones en el siglo II d.C. La frontera desde el mar del Norte hasta el mar Negro sería inabarcable incluso para hoy día; con lo cual habría multitud de lagunas y zonas de paso tanto controladas como naturales. Fuente: historiantigua.cl
La propia palabra de limes significaba la delimitación de un espacio que requería la presencia de campamentos, ciudades y centros militares para su vigilancia y defensa y, muy importante y según la ideología romana, separar el mundo conquistado del que faltaba por conquistar. Esta extraordinaria línea no era, como vimos, ni mucho menos impermeable ya que hablamos de prácticamente 6000 kilómetros de frontera. Había grandes espacios abiertos y apenas sin vigilancia; la imagen que todos tenemos del muro de Hadriano no es sino una pequeña parte y un ejemplo de limes alejado además de la frontera que nos ocupa en este momento. Además, la consolidación de esta frontera supuso el motivo perfecto de justificación para gravar duros impuestos a la población destinados al mantenimiento y a la defensa de la frontera y salvaguardar al mundo civilizado de lo que le esperaba de cruzar aquella “línea roja”. Este dinero anteriormente había salido de la explotación directa del territorio conquistado, un factor que ya no existía.
Fueron las constantes presiones de los pueblos extrafronterizos los que obligaron al Imperio a renovarse continuamente, ya que los bárbaros estaban más habituados a la lucha ágil y eficaz en aquellos terrenos; por ello el limes no fue un concepto estático y controlado en cada una de las provincias sino que deberíamos diferenciar entre estrategias y diferentes políticas de integración de aquellos bárbaros que intentaban cruzar, utilizando la maquinaria de campamentos y lugares de encuentro y de comercio, así como también servir de engranaje para encauzar a la población romana que tuviera que pasar al otro lado. Debemos pensar en una suerte de puerta abatible tanto al interior como al exterior de las fronteras pero siempre presente. En definitiva, el limes fue un espacio que durante más de cuatro siglos permitió a los romanos y a sus rivales conocerse, enfrentarse, negociar y también odiarse, una línea que cuando cayó arrastró consigo todo lo demás; sin caer en el error de pensar que el Imperio no fraguó su propia descomposición interna materializada como veremos en la proliferación de usurpadores provinciales.
La barbarización del ejército romano.
Fue Sinesio de Cirene el que ya puso de relieve la gran contradicción que sufría el Estado romano a la hora de integrar dentro de su aparato militar y político a individuos y grupos no romanos provenientes de más allá del limes, de pueblos que no siempre habían sido amistosos con Roma. Ello respondía a la costumbre romana de integrar a los jóvenes de las provincias recién conquistadas en las legiones para así romanizarlos y después hacerlos actuar como aparato defensivo previo ante los bárbaros. Desde época republicana multitud de tropas auxiliares lucharon con las legiones. Pasados veinte años de servicio recibían la licencia del ejército, la ciudadanía y tierras donde asentarse y comenzar vida de civiles. Este proceso comenzó a convertir a las provincias en territorios donde las tropas comenzaron escasear ya que sus habitantes comenzaban a llevar una vida agrícola y mercantil, siguiendo el marco del Estado romano. Se impuso así una recluta obligatoria para la defensa de las fronteras de la que los jóvenes, amparados por las aristocracias territoriales, intentaban escapar por todos los medios.
Así las cosas, se instauró un nuevo impuesto conocido como praebitio tironum pagado en oro y en una cantidad igual al número de jóvenes que esa comunidad debía aportar. El dinero servía para pagar a tropas mercenarias que actuasen en contraposición a los reclutas regulares.
Los mercenarios eran principalmente bárbaros y los soldados se contrataban mediante acuerdos con los jefes de los grupos, los cuales tenían lazos de fidelidad con sus subordinados; un lazo que al ser contratados estos jefes mantenían con el general de turno y el emperador que reinaba en el momento del acuerdo. Estos mercenarios eran mantenidos con otro impuesto más a las provincias, la annona, que consistía en un pago de ropas de abrigo, trigo, vino, aceite y otras especies.
Imagen 2. Soldados romanos bajoimperiales a pie y a caballo. Poco o nada diferenciaba a los soldados romanos con los bárbaros de esta época. Fuente: labrujulaverde.com
Así pues, las ya maltrechas legiones bajoimperiales se veían reforzadas con estas tropas mercenarias que se conocen principalmente como federados. Se les pagaba con moneda de plata principalmente y en caso de éxitos militares se les pagaba un extra con la intención de mantener su adhesión al Imperio. Este sistema aparentemente sencillo fue la mecha que prendió todo lo demás pues, evidentemente, se ponía a defender las fronteras a los mismos que habitaban fuera de ellas. La situación degeneró aún más y las tropas fronterizas acabaron por ser una mezcla de bárbaros de distintas procedencias, con sus formas de lucha tradicionales, unos cuantos legionarios y un general que al principio era romano pero que pronto pasó a ser mestizo o incluso bárbaro también. La legión fronteriza bajoimperial era ya un grupo de legionarios obligados a combatir y que no dudaban en desertar en cualquier momento sostenidos por grupos enteros de bárbaros que servían bajo una paga y un juramento que muchas veces faltaba, lo que provocaba rebeliones para reclamar lo que creían que era suyo.
Leamos un breve fragmento de un poema de Claudiano, del siglo V y referido al ejército reunido por el eunuco Rufino, para entender la situación que describimos:
Desciende el sármata mezclado con los dacios y el audaz masageta que hiere los caballos para bebe su sangre, y el alano, que bebe el agua de la laguna Meótida tras haberle roto el hielo, y el gelono, que se alegra de tatuar sus miembros con el hierro: éste es el ejército reunido de Rufino. (En Rosa Sanz, 2009, p. 87.)
Los emperadores asumieron esta política de enrolamiento mercenario sin pensar en las consecuencias que tendría a largo plazo; los éxitos militares eran muchas veces dudosos y no siempre había dinero para pagar a unos mercenarios que en ocasiones no recibían paga durante años. Esto llevó a los emperadores a separar a los mercenarios de la misma procedencia para que no se pusieran de acuerdo, además tampoco les permitían llevar consigo a sus familias, hecho violado constantemente pues está constatada la presencia de éstas en muchas fuentes. Por último, las poblaciones generalmente odiaban a sus “protectores”, pues lo veían como extranjeros mantenidos que los acosaban.
Tiranos y usurpadores.
No siempre los acuerdos entre las partes eran provechosos. Muchas veces las tierras donde se asentaba a esos bárbaros no eran fértiles, o las provincias, agobiadas por los impuestos, eran incapaces de mantener el ritmo de pago a las tropas. Además, en el siglo IV la corte imperial y los magistrados se volvieron más depredadores de recursos, obligando al Estado a acentuar la presión fiscal sobre sus ciudadanos. Tradicionalmente, el Estado romano había reclutado a sus legionarios a partir de jóvenes entusiastas de defender su país y a su emperador, pero ese tiempo había quedado largo tiempo atrás; en cambio, los mercenarios bárbaros oían como algo anticuado y lejano todo aquello que había inspirado a legiones de combatientes durante siglos. Ese espíritu patriótico y combativo no existía ni siquiera en los años tardíos de la República.
Hombres como Mario, César o Pompeyo, se encumbraron sacando ejércitos de las provincias a cambio de pagas o dádivas, de forma ilegítima y luchando por el poder con las armas por delante. Eso mismo sucedió a partir del siglo II, además, los emperadores y otras personalidades se rodeaban de guardias personales compuestas prácticamente por mercenarios bárbaros, que además gozaban de una popularidad increíble entre todos aquellos que querían vestirse con un manto púrpura ejerciendo la tiranía y de forma ilegal.
Tanto fue el cántaro a la fuente, que a finales del siglo IV eran estos bárbaros los que se preguntaban por qué no podían ellos ostentar ese manto y por qué tenían que proteger a los demás que lo pretendían, pretendientes surgidos de un Estado débil y que les excluía.
Imagen 3. Juliano «El Apóstata», apodado así por renegar y perseguir con violencia al creciente credo cristiano, fue un ejemplo de emperador bajoimperial que usurpó el poder arropado por sus tropas. Fuente: larazon.es
Poco a poco la barbarización del ejército encumbró a personajes surgidos de su seno. Así, este fenómeno experimentó un gran auge sobre todo con la dinastía Valentiniana, con personajes como el sármata Víctor o los francos Merobaude y Arbogastes. Otros, como el carpo Maximino ostentaron puestos de gran responsabilidad, el franco Bauto, cuya hija casó con el emperador Arcadio y, siguiendo lo que nos ocupa, muchos generales godos como Arinteo, Aligildo y Munderico, todos godos y apoyos incuestionables para las dinastías surgidas en el siglo IV.
Bibliografía:
SANZ SERRANO, R: Historia de los godos. Una epopeya histórica de Escandinavia a Toledo, Madrid, 2009.