En la entrada anterior hicimos un recorrido por la sociedad visigoda y cómo ésta era gobernada por leyes y normas que hasta bien entrado el siglo VII eran exclusivas para dicha sociedad. En la penúltima entrada en cambio, pudimos examinar cómo la “sociedad gobernada”, los hispanorromanos, eran gobernados por leyes y magistraturas que no les eran novedosas hasta, de nuevo, bien entrado el siglo VII, momento en que Recesvinto igualó a ambas sociedades aboliendo todo vestigio de derecho romano y magistraturas civiles romanas. Saltará a la vista del lector que la ley debía tener un marco físico donde aplicarse, y éste no era otro sino la ciudad y su territorio. Hoy vamos a descubrir si el marco urbano sufrió decadencia o no, o hasta qué punto las modificaciones sufridas dieron al traste con el legado romano. ¡Bienvenidos a Hispania!
La red urbana. Una infraestructura reutilizada.
Como el lector sabrá, las ciudades y los territorios que dependían de ellas siguieron funcionando como lo habían estado haciendo hasta ahora. Los reyes godos no fundaron una red alternativa de ciudades ni organizaron el territorio de forma diferente. Sus fundaciones se reducen a Recópolis, Victoriacum y Begastri, que si bien no fue una ciudad fundada ex novo por los visigodos, tomó un papel fundamental en esta época, a diferencia de en época romana. Allí se instaló un obispado e incluso fue una de las ciudades que pactaron con los invasores musulmanes para negociar las condiciones de ser incluida en la conocida Cora de Tudmir.

La ciudad continuó siendo el centro administrativo, político, social y económico de los territorios de Hispania. En la ciudad residía el obispo, que no es un detalle para nada baladí, y a ella habían de acudir los campesinos para poder comprar y vender sus productos o para trabajar en el ensalzamiento de la ciudad cuando eran convocados. Aquí se refugiaban en caso de necesidad nobles y miembros del Oficio Palatino, y desde aquí se gestionaban los extensos territorios eclesiásticos y los monasterios.
Las ciudades romanas estuvieron amuralladas y de forma muy potente, hasta el punto en que muchas de ellas fueron verdaderos baluartes en época visigoda. Hidacio nos dice que a la llegada de los bárbaros, los habitantes de las ciudades habían logrado defenderse gracias a sus murallas, así como en centros acondicionados para la defensa –castella–. Tenemos innumerables ejemplos de ciudades amuralladas y funcionales en época visigoda: Toledo, Lugo, Astorga, Córdoba, Zaragoza… y un sinfín más repartidas por toda la orografía hispana. Las murallas no solo tenían una función defensiva en caso de confrontación, sino que las ciudades precisaban tener murallas para guardar a sus habitantes, sus templos, sus gobiernos, y lo más importante de todo, sus riquezas. Incluso en una provincia pacificada como era Hispania había problemas antes de la llegada de los bárbaros: bandidos, asaltantes, todo el problema bagauda…
¿Cuál es el problema de la ciudad tardoantigua?
El principal problema que podemos considerar como grave para entender la ciudad tardoantigua es la escasez de datos al respecto. La sociedad romana comenzó a cambiar desde el siglo IV hasta el VII, muchos años de transformaciones, reutilizaciones, abandonos y cambios de funcionalidad. Muchas de las ciudades siguen siendo hoy centros urbanos habitados y los restos con los que podemos contar son foros desmantelados, enterramientos en lugares que antes eran de hábitat, restos arquitectónicos aislados o reutilizados en construcciones posteriores… pero nada podemos saber de las formas de vida o de la economía de la ciudad tardoantigua. Sabemos que el comercio continuó floreciendo, ya que en ciudades del litoral mediterráneo se han encontrado cerámicas de origen oriental para los siglos V y VI; pero en lo que se refiere a los habitantes –que en su mayoría vivían fuera de la ciudad– tenemos muy poca información.

Lo que sí parece atestiguado es que unas ciudades ascendieron y tomaron preponderancia frente a otras bajo dominio visigodo. Es el caso de Toledo respecto a Cartagena, Mérida, Barcelona respecto a Tarragona o Sevilla respecto a Córdoba.
Por otro lado, antiguas villae señoriales dejaron de tener una función residencial para irse transformando poco a poco en otra cosa, aunque con mucha frecuencia esa transformación cristalizó en pequeñas iglesias y centros de culto. Muchos de estos centros de culto se situaron también dentro de la ciudad en zonas que habían perdido ya su significado: teatros, anfiteatros, residencias urbanas… Para el caso de Mérida, sabemos que el obispo Masona asumió como suya una función que en época romana hubiera correspondido a la curia municipal, y es que fundó un xenodochium, un hospital para peregrinos y enfermos que también amortizó antiguos espacios urbanos para esta nueva función. Lo que percibimos en las ciudades tardoantiguas no es abandono o decadencia, sino un cambio de percepción. Ya no tienen sentido vistosos mosaicos y representaciones mitológicas, tampoco los juegos públicos ni los debates de profesores y filósofos en los foros de las ciudades porque nada de esto es bien visto por la nueva y única jerarquía urbana: los obispos cristianos. La gente ya no se reúne en los foros, donde antes eran informados de las nuevas del Imperio; ahora esas nuevas venían desde los altares de las iglesias. La ciudad podía funcionar contando únicamente con las mansiones de los nuevos aristócratas, las iglesias y un centro de reunión heredado de época romana, las curias, que también estaban en decadencia.

Las marmóreas y reticuladas urbes imperiales fueron invadidas ahora por materiales más caducos como la madera o el ladrillo, construcciones de pequeño tamaño que se erguían aquí y allá, inundando espacios públicos y llenando la ciudad de callejuelas que preludiarían el urbanismo medieval. Como el campo era duro e inseguro, muchas gentes fueron a la ciudad, estableciendo allí su actividad y cambiando la forma general que la ciudad tenía de organizarse y sobrevivir. La ciudad mutó y se actualizó a los nuevos tiempos. El fenómeno de las necrópolis ad sanctos inundó toda la cristiandad peninsular, y es que allá donde había perecido algún mártir en defensa de la fe verdadera, se erigieron iglesias con sus correspondientes necrópolis alrededor para poder descansar eternamente bajo el auspicio del mártir o el santo en cuestión, y aunque mucha gente seguía enterrándose fuera de la ciudad, esa división de ciudad de los vivos y de los muertos existente en época romana desapareció.
Aunque muchos edificios de espectáculos sobrevivieron al siglo V y estuvieron en uso durante el siglo VI, eran celebraciones mal vistas por los obispos y por la nueva creencia colectiva de la sociedad; los teatros y anfiteatros fueron desmontándose para alzar en su lugar construcciones que tuvieran sentido en el nuevo imaginario colectivo. Esto no sucedió rápidamente, y de hecho tenemos constancia de que el rey Sisebuto se quejaba del obispo Eusebio de Tarragona por su afición al teatro. A pesar de que las leyes contra estos espectáculos se produjeron de forma temprana, tardaron mucho en tener efecto dado el arraigo que estas costumbres tenían en la sociedad.
En conclusión, la visión que se debe tener de la ciudad en época tardía es de una ciudad cambiada pero en continuidad con su pasado, adaptada a nuevos tiempos, nueva ideología, nuevo gobierno y nuevas costumbres. El control político, económico e ideológico del territorio continuó siendo imperturbable con el cambio de los tiempos, pero sí cambió la manera en que ese control se llevó a cabo. La ciudad de mármol altoimperial había significado algo totalmente diferente para los hispanorromanos que la ciudad de madera y ladrillo visigoda, aunque ambas eran centros de control del territorio.
Bibliografía:
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